miércoles, 17 de octubre de 2012

Crónica de un despido


Llegó el final de aquel partido y había perdido. No lo había perdido por falta de fuerza, ni por preparación, ni por buen hacer profesional, ni siquiera lo había perdido por haber estado todo el tiempo en una manifiesta inferioridad y desasistido de apoyos y recursos. Lo había perdido por una única y sencilla razón: estaba decidido que lo perdería desde el mismo momento del inicio. Nunca tuve la menor oportunidad de no perder.

Una increíble mezcla de sentimientos fluía de un extremo a otro de mi cuerpo, me invadía la sangre y me nublaba la capacidad de razonar, pero quizás el que en principio predominaba sobre los demás era un inmenso agotamiento físico y mental, un agotamiento que me había dejado totalmente exhausto y que me impedía hasta exteriorizar mi cólera y mi rabia, ni tan siquiera tenía un mínimo de energía para demostrar que estaba furioso, tal era el grado de cansancio que había acumulado durante años que no me habían quedado fuerzas ni para desahogarme con cuatro verdades gritadas a la cara de aquel tramposo, mi jefe.

Había perdido en una contienda en la que siempre había estado en inferioridad y en la que el vencedor había empleado toda clase de artimañas y juego sucio para derrotarme. La suya no había sido por tanto una victoria justa, ni honrosa, ni limpia, pero eso no me hacía sentirme mejor, todo lo contrario, me hacía sentirme maltratado y decepcionado. Había estado vendido desde el inicio y había sido aislado de todo y de todos.

Nunca podré olvidar aquella frase que me soltó y que fue como un croché en la boca de mi estómago y que me dejó noqueado por unas décimas de segundo (ya sabes que lo que importa no es trabajar bien y obtener resultados, lo importante es "encajar", y yo no había encajado con él, no me había vendido a sus manejos y oscuros intereses). Por unos breves instantes me quedé sin habla, con la mente totalmente en blanco, como si me hubieran barrido todas y cada una de mis neuronas y no fuera capaz de entender el significado de lo que había escuchado. Sentía en lo más profundo de mí ser el dolor de la derrota unida a la impotencia de la sinrazón. El rostro de mi jefe, parapetado bajo un cínico intento de tristeza fingida, que más bien semejaba una máscara de carnaval, con los ojos pequeños como él mismo, y que no eran capaces de sostenerme la mirada, vacíos de sentimientos y llenos de cinismo, intentaban transmitirme un sentimiento de pesar del que evidentemente carecían. Hasta en esos momentos pretendía aquel individuo dar la vuelta a la situación, intentando aparentar una congoja que estaba muy lejos de sentir, y fingiendo ser ajeno a una situación de la que era más que evidente que había sido el creador, instigador e impulsor fundamental.

Tras unos instantes de bloqueo, le miré intensamente meditando la respuesta, en cualquier caso sabía de antemano que cualquier cosa que pudiera decirle no serviría sino para acrecentar mi rabia y mi impotencia. Decidí no hablar más, volví a mirarle a los ojos, me levanté lentamente de la silla, y dándole la espalda, caminé lentamente hacia la puerta de su despacho.

Bajé las escaleras lentamente para llegar a mi despacho, y de forma mecánica, sin pensamientos y sin prisa, recogí mi chaqueta, cerré el ordenador y bajé al garaje.

Cuando salí con el coche a la luz cálida del mediodía, el brillo del sol y el azul intenso del cielo casi veraniego fueron como un fogonazo sobre mis ojos, como si repentinamente se hubiera descorrido un enorme telón y millones de potentes focos luminosos apuntaran sus haces a mi rostro, actuando como un soplete que enciende su potente llama de fuego y activa todos los resortes internos, engrasando los embotados circuitos de mi cabeza. De inmediato comenzó a correr por mi mente un torrente de sentimientos, emociones y pensamientos, componiendo la imagen carnavalesca de un tío vivo que giraba sin sentido, con máscaras de muecas inverosímiles bajo las que se adivinaban unos ojos burlones. Todo era y había sido un inmenso teatro, una sinfonía de hipocresía y cinismo, del que yo no había sido más que un figurante sin papel. Había sido al principio un personaje que se había resistido a convertirse en marioneta y al que finalmente habían convertido en espectador de su propio drama sin derecho a crítica ni aplausos.

Hacía calor y me detuve en la gasolinera para comprar unas cervezas. De nuevo en el asiento del coche, abrí una cerveza y di un largo trago sintiendo como se me refrescaba la garganta y como se me calentaba a la vez el cerebro. Apoyé la cabeza en el reposacabezas del asiento y cerré los ojos mientras daba un nuevo e intenso trago a la cerveza. En ése momento mi seguridad y firmeza comenzaron a flaquear, sabía que me habían vencido, que todo mi esfuerzo había sido estéril y que como casi siempre, mi esperanza de que el buen juicio acabara imperando en aquel caos, era un sueño que jamás se hace realidad, cuando los que manejan la realidad lo hacen única y exclusivamente para evitar los sueños ajenos.

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